Hipocresía Burguesa: El Velo de los Méritos Personales en San Pedro de Macorís

 


Por Cesáreo Silvestre Peguero 


San Pedro de Macorís, tierra rica en historia, cultura y resistencia, es también hoy escenario de una triste paradoja: mientras la ciudad se desangra en múltiples frentes sociales, ambientales, educativos y éticos, una parte significativa de su clase predominante vive encerrada en una burbuja de apariencias, donde lo que prima no es el servicio al prójimo, ni el desarrollo común, sino la construcción de un pedestal personal desde el cual recibir aplausos vacíos y galardones sin alma.


Quien camina por nuestras calles, conversa con la gente trabajadora, y se detiene a observar las grietas invisibles de esta ciudad, pronto se da cuenta de que la verdadera grandeza no se encuentra en los salones refrigerados donde se entregan placas y reconocimientos, sino en las aceras calientes donde los rostros comunes luchan día a día por sobrevivir. Sin embargo, para la llamada burguesía petromacorisana, el verdadero compromiso ha sido reemplazado por el deseo constante de protagonismo, por la obsesión de figurar, de ser citados, fotografiados, exaltados... aunque no hayan hecho nada que realmente amerite ello.


Lo que duele y no de forma abstracta, sino como una herida que no cierra es la hipocresía institucionalizada. Muchos de los que se autodenominan “líderes de opinión”, “gestores culturales”, “empresarios filántropos” o “representantes de la sociedad civil” solo aparecen cuando hay cámaras encendidas o micrófonos disponibles. Hablan en nombre de causas que no conocen, levantan banderas que jamás han defendido y se colocan medallas por logros que nunca sudaron. Son, en esencia, administradores del ego propio, no del bien común.


Esta élite social, en lugar de actuar como guía moral o fuerza transformadora como históricamente se espera de cualquier clase dominante con responsabilidad, ha optado por una pasividad selectiva. Se movilizan únicamente cuando hay rédito personal, cuando el evento garantiza visibilidad, cuando pueden ampliar su red de influencia. Pero cuando se trata de defender a un comunitario perseguido por denunciar injusticias, de respaldar una lucha ambiental que desafía intereses económicos, o de acompañar en silencio a un joven que clama por educación digna, el silencio se vuelve su escudo. Callan, se ausentan, desaparecen.


Lo más alarmante es que han aprendido el arte de simular empatía. Hablan de “inversión social”, “sostenibilidad”, “equidad”, pero esos conceptos son para ellos adornos discursivos, no compromisos vividos. En realidad, están sumergidos en una lógica mercantil de la moral: solo actúan si hay beneficio, si el balance les resulta favorable. Y cuando por algún motivo se ven forzados a “ayudar”, lo hacen desde arriba, nunca desde el llano. No entienden o no quieren entender que la solidaridad verdadera no se ejerce con superioridad, sino con humildad.


En este contexto, la figura del mérito personal ha sido pervertida. Ya no se trata de premiar al que lucha con constancia, sino al que logra construir una imagen pública funcional. Las instituciones premian a quienes más hablan, no a quienes más hacen. Las premiaciones se han vuelto actos simbólicos donde se rotan los nombres de siempre, los “intocables”, los “reconocidos de oficio”, mientras los verdaderos protagonistas, aquellos que trabajan en silencio, sin recursos, pero con compromiso siguen invisibles.


Esta distorsión ha calado también en los jóvenes. Muchos ya no aspiran a servir, sino a sobresalir. No quieren transformar su comunidad, sino alcanzar reconocimiento. Ven la filantropía como un escalón, no como un principio. Y es que cuando los referentes fallan, las generaciones que vienen detrás caminan a ciegas.


¿Qué nos queda entonces? ¿Qué puede hacer una ciudad donde su clase dirigente no dirige, donde su liderazgo moral se ha reducido a un espectáculo? Nos queda la resistencia de base, esa que se construye desde los márgenes, desde los barrios olvidados, desde los espacios sin nombre. Nos queda la esperanza en los que aún creen que servir no es una opción, sino un deber; que actuar por otros no es una pose, sino una forma de vida.


San Pedro de Macorís merece más. Merece líderes que no hablen tanto y escuchen más. Que no busquen reflectores, sino causas. Que no vivan para acumular honores, sino para transformar realidades. Que entiendan que el prestigio auténtico no nace del aplauso, sino del sacrificio. Que comprendan que el verdadero mérito no se cuelga en la pared, sino que se cultiva con coherencia.


Si queremos una ciudad distinta, no podemos seguir tolerando esta mascarada elegante pero hueca. Hay que denunciar, sí, pero también construir. Hay que romper con la narrativa del “yo” y recuperar el “nosotros”. Y sobre todo, hay que recordar que la historia no juzga por los discursos, sino por las acciones.


San Pedro de Macorís no necesita más figuras públicas. Necesita servidores sinceros.

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